El tacto es quizá el menos valorado de nuestros sentidos, a diferencia de la vista o el oído. Sin embargo, sería impensable la vida sin él. Es el primero en desarrollarse y probablemente el último en dejar de funcionar en las etapas finales de la vida. A diferencia de los otros cuatro sentidos, está ampliamente repartido por nuestro cuerpo. Entre seis y diez millones de “sensores” táctiles recogen valiosa información que llega tanto del exterior como del interior del organismo.
Los sensores que recogen información interna están localizados en músculos, tendones y articulaciones y nos permiten mantener el equilibrio y caminar. No obstante, la mayoría de los receptores se encuentran en la piel, con mayor abundancia en la punta de los dedos, alrededor de la boca y en las zonas erógenas.
La información que recogen del exterior estos receptores cutáneos desde los primeros momentos de nuestra vida es crucial para mantenernos a salvo y, según las últimas investigaciones, probablemente también para lograr una correcta integración social. Por eso se ha propuesto que la piel, más allá de ser una barrera protectora, es también un “órgano social” en el que el tacto tiene un “poder inestimable”.
A favor de esta hipótesis, el hecho comprobado por neurocientíficos de la Universidad de Yale de que las personas con rasgos autistas, aún sin llegar a padecer esa patología, muestran desajustes en los sistemas cerebrales que procesan el “tacto afectivo”, el que nos permite disfrutar de una caricia. Como consecuencia, sus interacciones sociales se resienten, apuntan varias investigaciones.
Cerebro social
Y es que los circuitos del denominado “cerebro social” están también
implicados en procesar las caricias, o lo que es lo mismo, los roces en nuestra piel lentos y suaves que a la mayoría de las personas les resultan placenteros. Ahora, un trabajo que publica el último número de la revista “
Neuron” propone que esas caricias que ponen en funcionamiento el sistema de recompensa del cerebro
se transmiten desde la piel hasta el cerebro por medio de nervios cuya velocidad de conducción es muy lenta.
Estas fibras nerviosas tactiles (CTs) tienen un bajo umbral de percepción para el tacto y los receptores que las activan se localizan exclusivamente en la piel con vello (hirsuta). Curiosamente los receptores que responden a las caricias son los mismos que conducen las sensaciones dolorosas hasta el cerebro.
“El significado evolutivo de un sistema de este tipo para una especie social como la nuestra aún no se ha determinado completamente," explica el primer autor del trabajo Francis McGlone, de la Universidad John Moores, de Liverpool, en Inglaterra.
"Pero la investigación reciente está descubriendo que las personas con trastornos del espectro autista no procesan adecuadamente el tacto emocional, lo que nos lleva a la hipótesis de que un fallo en el sistema de CT durante el neurodesarrollo puede impactar negativamente en el funcionamiento del cerebro social y el sentido de sí mismo", añade.
El poder de una caricia
Para algunas personas con trastornos del espectro autista, incluso el roce de ciertos tejidos de la ropa puede ser incómodo.
Temple Grandin, profesora de Zoología en la Universidad Estatal de Colorado, ha escrito extensamente sobre su vivencia con autismo y resalta que
su falta de empatía en situaciones sociales puede deberse en parte a la falta de "estimulación táctil confortable” .
Grandin, en el libro “Un antropólogo en Marte”, escrito por el neurólogo Oliver Sacks, relata cómo en su infancia los abrazos le provocaban temor. Sin embargo, los echaba de menos, por lo que ya de mayor, se construyó lo que ella denominaba “una máquina de abrazar” en la que podía regular la intensidad del “apretón” según sus necesidades.
No hace falta llegar a tales extremos, como señala McGlone: “Los déficits de una caricia amorosa durante la vida temprana puede tener efectos negativos sobre una serie de comportamientos y estados psicológicos en la vida adulta”.
Se sabe que los tiernos lametones de la madre a los pequeños roedores aumentan la secreción de hormona del crecimiento y disminuyen la producción de cortisol, la hormona del estrés. Un efecto que se extiende a nuestra especie, ya que se ha comprobado que los recién nacidos crecen a mayor ritmo y menos estresados cuando reciben frecuentes caricias que cuando éstas escasean.
Y es que estas sensaciones táctiles viajan directamente al sistema límbico, una estructura cerebral encargada de gestionar las respuestas emocionales. Y si falta esta la estimulación táctil afectiva, el desarrollo del cerebro se resiente.
Un mundo sin caricias
El estudio de las fibras nerviosas que llevan información sobre el tacto afectivo al cerebro “puede ayudar a desarrollar terapias para pacientes autistas y para personas que crecieron sin la adecuada dosis de caricias. Además, una mejor comprensión de cómo los nervios que transmiten las sensaciones gratificantes interactúan con aquellos que conducen el dolor podría proporcionar ideas sobre tratamientos para ciertos tipos de dolor difíciles de tratar, aseguran los investigadores .
McGlone cree que poseer un sistema que transmite el tacto afectivo en la piel es tan importante para el bienestar y la supervivencia como tener un sistema de nervios que transmiten el dolor y nos protegen de cualquier daño. "En un mundo en el que el tacto queda relegado a un segundo plano con el aumento de las redes sociales que fomentan la comunicación “sin contacto”, y la disminución de caricias afectuosas en los bebés por parte de cuidadores y padres debido a la las presiones económicas de la vida moderna, es cada vez más importante reconocer cuán vital es una afectuosa caricia".
Fuente:ABC.es.